Urbano Alonso del Campo
Pedro Castón ha escrito con suficiente y rigurosa documentación que las Hermandades y Cofradías de Semana Santa son, junto con las Órdenes religiosas, las asociaciones de la iglesia que más continuidad histórica han mantenido. La permanencia en la historia de estas Hermandades en toda Andalucía no es debido al azar, sino muy probablemente, porque han respondido y responden a exigencias religiosas y culturales muy profundas. Son las asociaciones más numerosas y con más miembros de la Iglesia en Andalucía.
Su origen religioso está fuera de duda, íntimamente relacionado con una cultura que ofrece el marco geográfico y las vivencias seculares a través de las cuales este pueblo expresa su fe. Ha sido lamentable que las frecuentes incomprensiones del clero con ellas y de ellas con el clero hayan restado energías a una colaboración eficaz en orden a la práctica de la caridad y a la misión evangelizadora en nuestra sociedad.
Las Cofradías han contribuido al florecimiento de la vida cristiana y a las obras de misericordia. Los Obispos de Andalucía (cfr. «Hermandades y Cofradías», Madrid, 1988) hacen esta explícita afirmación: «Estas asociaciones han aportado un importante caudal a la vida espiritual de nuestro pueblo». Reconocen igualmente, en este mismo documento, que la práctica de la caridad cristiana ha sido uno de los valores evangélicos más vividos por estas asociaciones. A través de los numerosos y variados actos culturales han promovido el culto de las sagradas imágenes; han profesado y propagado la devoción a los misterios de la Pasión y Muerte del Señor y a la Virgen, su Madre, en sus misterios de dolor y gozo resucitado. Han llenado de arte religioso muchos templos y catedrales católicas, y han transformado en cultura el sentir y el vivir de nuestro pueblo.
Es cierto que a estos incuestionables valores han podido adherirse -se han adherido de hecho, en no pocas ocasiones- elementos extraños que deben ser purificados por no estar en consonancia con las exigencias evangélicas que deben derivarse del culto a los misterios de nuestra fe.
En otras ocasiones hemos hablado de la riqueza que encierra la religiosidad andaluza y, al mismo tiempo, de la necesaria purificación en sus cultos y desfiles procesionales, para que esas ricas manifestaciones de la fe popular sean la expresión de un cristianismo adulto y responsable, y que sin perder lo más valioso de sus tradiciones e ideosincracia, se conviertan en testimonio de vida evangélica, personal y comunitaria. Tradición y renovación son los dos polos de referencia obligada en nuestras Hermandades y Cofradías si queremos que mantengan la savia vivificante que dio origen y permanencia a su razón de ser.
Los desfiles procesionales no deben convertirse en un espectáculo estético o folklórico, sino que deben constituir el cauce natural para un rico y dilatado cauce devocional e histórico del que somos herederos y con el que estamos comprometidos como sus mantenedores para el futuro.
Las Hermandades, a pesar de su antigüedad, no pueden ser bellas piezas arqueológicas cuidadosamente guardadas. Y las de más reciente levantamiento no pueden convertirse en vertiginosos y narcisistas intentos de competitiva superación en lo escénico y esplendoroso. Las Hermandades deben ser asociaciones de cristianos vivos en la fe y comprometidos con la justicia y la fraternidad entre los hombres. Tienen que alimentar la vida espiritual de sus miembros, y seguir dando testimonio de fe, de caridad y de solidaridad, colaborando en la obra evangelizadora de la Iglesia.
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